martes, 30 de agosto de 2016

Verano


jueves, 11 de agosto de 2016

Robinson Crusoe: lectura de mudanza

Este verano, Robinson Crusoe me ha acompañado en uno de esos momentos vitales difíciles: la mudanza. El relato de Defoe lo proyecté como una distracción ligera y un recurso para hacer un ejercicio de literatura comparada con otras obras.
La primera que me vino a la mente es la película Náufrago (Cast Away, 2000). Las similitudes son muchas, si bien la película es más creíble y más parecida al relato original en que Defoe se basó, el del naufragio de Pedro Serrano.
Después recordé Marte (The Martian, 2015), y la suspensión de la incredulidad que pide el cultivo de patatas en el espacio, no tan exigente como la que pide Defoe al pedir que creamos que Robinson pudo cultivar cereales y hacer pan.
También me vino a la cabeza la película Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, 1993), toda la reflexión sobre el tiempo, la repetición de los días, casi indistinguibles, y sobre hacer tareas que llevan mucho tiempo porque en realidad es un recurso que sobra, el tiempo se ha alargado, se ha convertido en un infinito presente.

Además de estas comparaciones, acabé recopilando las similitudes del relato con mi propia mudanza.
La mudanza, encontrarte de pronto en un espacio ajeno con objetos que son tuyos, que parece que trae la marea como los restos del naufragio, caja tras caja, no sabiendo si lo que contienen lo necesitarás ahora, no sabiendo si el contenido de la caja estará dañado.
No valoramos el verdadero estado de nuestra situación hasta que lo vemos ilustrado por una circunstancia más desfavorable, ni sabemos apreciar lo que disfrutamos hasta que lo perdemos.

Resulta que de pronto te das cuenta de que tienes perro y gato, y recuerdas entonces que los rescataste del barco antes de que se hundiera. Sí, pese a tu soledad y a tu sensación incómoda, no eres capaz de recordar a estos animales hasta veinte páginas después de haber naufragado.
Y no debo olvidar que en el barco teníamos un perro y dos gatos, de cuya eminente historia me ocuparé eventualmente en su momento, ya que me llevé los dos gatos; y en cuanto al perro, saltó del barco por su cuenta y nadó hasta la costa para reencontrarme en tierra al día siguiente de mi desembarco con el primer cargamento.

Las penurias. Son las que te hacen añorar la comodidad anterior, esa que escasamente valorabas. Porque, ¿cómo puedes vivir sin una mesa y una silla?
Entonces comencé a dedicarme a la fabricación de las cosas que consideraba más necesarias, particularmente una silla y una mesa. Sin ellas no me era posible disfrutar de las escasas comodidades que tenía en el mundo. No podía escribir, ni comer, ni hacer muchas otras cosas sin una mesa.

Durante el periodo de mudanza pierdes el sentido del tiempo. ¿Ya estamos en agosto? No te lo puedes explicar, y es que, desde que naufragaste en la casa nueva, no sabes dónde está metida tu agenda, y olvidas comprobar en el teléfono a qué día estamos, y si es laborable o festivo.
Al cabo de diez o doce días me di cuenta de que perdería mi noción del tiempo por falta de libros, pluma y tinta, y que terminaría confundiendo los días laborables con los sabáticos. Para evitarlo, clavé sobre la playa un gran poste al que di forma de cruz, y allí grabé con letras mayúsculas la siguiente inscripción: «Aquí llegué a tierra el día 30 de septiembre de 1659».

Las incursiones que haces desde el sitio en el que has aparecido, “la casa”, hacia terrenos desconocidos alrededor del barrio, poco a poco cada vez más lejos, buscando recursos básicos y la forma de obtenerlos y explotarlos.
Y como la naturaleza, que al proporcionar alimento a todas las criaturas les enseña también naturalmente cómo hacer uso de ellos, yo, que jamás había ordeñado una vaca y mucho menos una cabra, ni había visto hacer mantequilla ni queso, logré hacer ambas cosas con fluidez y presteza, después de varios ensayos y fracasos, y en adelante nunca me faltaron.

No darse demasiada cuenta de que la casa solo está habitada por ti hasta que ya no quedan cajas: todo está en su sitio, ya has explorado la zona, empiezas a encontrarte en tu terreno, ya no te cuesta decir “esta es mi casa”, “esta es mi calle”.
No tenía nada que envidiar, puesto que poseía todo aquello de lo que podía disfrutar y era el señor de toda la finca: podía, si esto me complacía, llamarme rey o emperador de esta tierra, de la que era poseedor.

Y sin embargo, no eres capaz de permitirte a ti mismo ir desnudo por tu isla, incluso aunque no haya ningún observador.
(…) y aunque el clima en verdad era tan caluroso que no tenía necesidad de ropas, no podía andar totalmente desnudo. No, aun cuando me hubiese sentido inclinado a hacerlo, lo que no era así, porque no podía tolerar la idea siquiera de pensarlo, aunque estuviese solo.

Cuando lo puedes llamar hogar es cuando puedes admitir la existencia de personas ajenas en tu isla, de la que te sientes el gobernador. Y es cuando se da el desembarco de varias canoas llenas de amigos que vienen a tu isla a darse un festín, pero cuidado, serás tú quien determine qué es lo que se va a comer. Decretas libertad de credo, sin embargo, no vas a admitir ciertos rituales caníbales como fumar, a menos que se salgan a la terraza, esa que ya has conseguido llenar de plantas, sillas y una mesa. 
Gracias al acompañamiento de Robinson, y mucho más adelante de Viernes y al final toda una tropa de hombres, he querido pasar por alto las incongruencias del relato, de las que el mismo autor se excusa diciendo que en realidad no son tales:
Todos los intentos envidiosos por recriminarle no ser más que una novela, por buscar errores geográficos, incongruencias en el relato y contradicciones en los hechos, han fracasado y han resultado tan impotentes como malignos.

Solo queda mencionar una gran diferencia, y es que Robinson sueña con salir de su isla algún día, algo que logra, mientras que tú sueñas con no tener que volver a mudarte de nuevo a ninguna otra isla.
Y así fue como abandoné la isla, el 19 de diciembre del año 1686 (…), después de haber vivido en ella veintiocho años, dos meses y diecinueve días.